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¿Es posible ser feliz en medio de la pandemia? ¿Aunque sea un poquito?

Actualizado: 1 jun 2020


Si ya cuesta ver algo positivo en medio de todo esto, hablar de felicidad puede resultar un descaro que raye con lo ofensivo: empresas quebradas, millones de nuevos desempleados, muchos más millones de nuevos pobres[1] y una preocupante afectación psicológica que traerá, “un aumento a largo plazo del número y la severidad de los problemas de salud mental por el sufrimiento inmenso de cientos de millones de personas”[2] según Dévora Kestel, directora del Departamento de Salud Mental de la OMS.


¿Felicidad? La sola restricción de libertades y un análisis básico de las diversas variables que se están descontrolando, hacen que hasta quienes no se han visto afectados economicamente, vivan también una tremenda incertidumbre, pues todos estamos bajo enormes nubarrones que ojalá no sean los de la tormenta perfecta.


Hace dos meses la felicidad se vendía como pan caliente y desde un helado hasta un carro, se ofrecían con el mismo argumento: sé feliz. Llegó a volverse casi una obligación, al punto que muchos se sentían mal si no “eran felices” y caimos en el afán de mostrar que estaban cumpliendo con ese ‘deber social’ de la felicidad. Ahora, cualquier publicidad que apele a este argumento es un chiste de mal gusto y parece que implícitamente renunciamos a ella o la postergamos para ‘cuando esto pase’ y ‘volvamos a la normalidad’.


Aclaremos algo: mucha gente no ha podido ponerle ‘pausa’ a la felicidad porque nunca la ha tenido. La misma OMS decía antes de la pandemia, que más de 300 millones de personas en el mundo sufrían depresión, y más de 260 millones tenían trastornos de ansiedad[3], por mencionar algunos de los casos que hemos considerado los polos opuestos de la felicidad, pero no son los únicos, existen muchas formas de sufrimiento más discretas pero igual de dañinas.


Sonja Lyubomirsky, renombrada científica que lleva más de 30 años estudiando la felicidad, la define como aquella “experiencia de alegría, satisfacción y bienestar positivo, combinada con la sensación de que nuestra vida es buena, tiene sentido y vale la pena”. ​Viéndolo así, no es tan absurdo preguntarse por la felicidad justo ahora.

La pandemia genera un contexto de zozobra que ha llevado a que muchos acepten un futuro tan infeliz, como ciertos gobiernos se lo sueñan: con una pérdida sustancial de libertades, mayor control, vigilancia y castigo, una aceptación sumisa y acrítica de la inequidad que siempre ha existido y que ahora se agrava e incluso, la naturalización del estrés, la ansiedad y el miedo como formas normales de trabajar, de relacionarnos y de vivir; y todo, con el aplastante argumento de que nadie tuvo la culpa y se hizo lo mejor que se pudo. Todos con las manos limpias.

Es algo inaceptable. El futuro será aquel que decidamos y cualquier resignación frente a un escenario peor del que traíamos, no es más que alienación mental y vergozosa mediocridad. Nuestra generación es la heredera de una sabiduría y un conocimiento sin precedentes, hoy podemos acceder a las más bellas, humanas y profundas filosofías, así como al más sofisticado avance de las ciencias y la tecnología, y si lo decidimos, sólo si lo decidimos, podemos usarlo para lograr ese bien común llamado felicidad.


Estamos en posición de no aceptar un futuro peor, ni para la vida personal, ni para la vida familiar y afirmo: tampoco para la vida laboral ni social. Al contrario, estamos en deber moral de construir un futuro mejor donde la reinvención incluya comprender la realidad del otro y vivir armonía con el planeta.


No podemos creernos el relato de un virus microscópico que nos dejó peor y que sirvió de excusa. Tenemos que crear un nuevo relato, el de un virus que nos desafió, que nos exigió construir otros propósitos de vida y otras formas de relacionarnos con los demás y con la naturaleza. Quiero creerme el relato de un virus que nos sacudió y nos ayudó a imaginar cómo, solidariamente, podíamos usar el acumulado de sabiduría y conocimiento que hemos heredado, para cambiar el rumbo de nuestra historia.

Vinimos a este mundo, con pandemia o sin pandemia, a ser felices y no podemos ni siquiera pensar en renunciar, y menos en postergar ese propósito. Cuando "esto pase", no estará la felicidad esperándonos de nuevo en un bar, un restaurante y mucho menos en un centro comercial o entre un carro último modelo metido en un interminable trancón.

Que el ser humano que salga a abrazar a mi familia, a mis amigos, a tomarme una cerveza o a comer pizza, sea un ser humano diferente y que ese abrazo y ese compartir sean diferentes. Que cuando nos quitemos el tapabocas, nuestras palabras sean más dulces, más respetuosas, más comprensivas. Que nuestras manos estén limpias para ofrecerlas a quien piensa distinto e incluso a nuestros enemigos. Y que podamos respirar un aire del que nos sintamos orgullosos porque contribuimos a mantenerlo limpio y saludable.

Que nuestro corazón esté más liviano ahora que descubrimos la posibilidad de vivir con menos, que superemos nuestra ansiedad y ambición que no son otra cosa que temor y que podamos agradecer más, servir más y ayudar con lo que somos y lo tenemos, a que cada ser humano tenga al menos lo mínimo para vivir con dignidad.

No sólo es inaceptable renunciar a ser felices, sino continuar creyendo en esa felicidad superficial y postiza dedicada a maquillar el sufrimiento, la soledad, la indiferencia y la angustia de una vida sin sentido. Hoy, con bases neurocientíficas, sabemos que la auténtica felicidad puede cultivarse incluso en el confinamiento y la adversidad, y que se alimenta de espiritualidad, empatía, solidaridad e integridad.


No aceptemos vivir en un mundo post-pandemia lleno de miedo, donde los líderes amenacen con el uso de la fuerza en lugar de inspirar y decretar medidas estratégicas y solidarias que nos lleven a superar de raíz los problemas que se agravaron; ni donde los líderes y los jefes intimiden con el riesgo de perder el empleo en lugar de animar a sus equipos a desplegar toda la creatividad y a reinventarse para hacer sostenible la organización no sólo financiera, sino social y ambientalmente.


La salida no está en la vacuna; la salida está donde ha estado siempre: adentro. En el despliegue del potencial de humanidad que todos tenemos. Independiente de si todo esto pasa pronto o no, sólo cuando conectemos con ese potencial, lograremos “esa sensación de que nuestra vida es buena, tiene sentido y vale la pena”; eso que llamamos felicidad.

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